31 de enero de 2011

Eres especial, muy especial

The-Island-cap-3
Ayer vi “La Isla”, el film de 2005 protagonizado por Ewan McGregor y Scarlett Johansson.

Lincoln Echo-Seis y Jordan Delta-Dos se encuentran entre los cientos de residentes de un complejo cerrado en pleno siglo XXI. Son supervivientes de una especie de holocausto que provocó la contaminación total de la tierra, haciéndola inhabitable para cualquier ser vivo. Sus vidas son controladas de cabo a rabo, y no deben preocuparse por nada más que trabajar en el los laboratorios de producción y por que les toque la lotería. Esta consiste en la única manera de llegar a "La isla", el último rincón sin contaminar del mundo tras el desastre ecológico. Una vez allí, podrán vivir libres y felices para siempre.

Todo apunta hacia una utopía en plena distopía. Pero el trabajo y la lotería no son los únicos asuntos que conciernen a Lincoln Echo-seis, que tras sus 3 años en el refugio ha empezado a sospechar que algo ocurre. El descubrimiento de una polilla revoloteando por la maquinaria que mantiene el complejo en funcionamiento le hace pensar que hay algo más. Cuál es su sorpresa al descubrir que hay mas gente en el mundo exterior, que la historia de la contaminación es toda una farsa.
 
Si bien la primera mitad de la película pinta genial, en la que se recupera el incombustible Mito de la Caverna de Platón y el debate que a tanta gente lleva de cabeza desde hace unos 10 años sobre la clonación, tras el esperado escape de la pareja,el film se torna en una sucesión frenética y de escaso sentido de explosiones, peleas mano a mano, disparos y persecuciones de lo más inverosímil y futuristas con toda sarta de aparatos voladores, pistolas y demás, interrumpidas por breves escena con algo de significado.
 
No obstante, la caracterización de los personajes, la imagen y los efectos especiales –cómo no- son muy buenos, he de decir que me ha decepcionado bastante que de una idea que tanto juego podía dar para hacer una buena crítica social o, simplemente, una buena reflexión, acabe siendo desaprovechada en una película en la que la moralidad humana queda en un más que segundo plano, dando prioridad a la espectacularidad y al típico final “y fueron felices y comieron perdices”.
No obstante, he de añadir que gracias a TVE 1 pude disfrutar de una película en calidad HD sin anuncios. Mejor que si la hubiera alquilado o comprado.

27 de enero de 2011

Zombieland

¿Qué sentido tiene? Cuando eres adulto, tienes hijos, y vuelves de trabajar, cansado, y no sabes por qué estás cansado. O mejor, no sabes para qué te has cansado tanto. ¿Para volver a dormir apenas 6 horas y volver a levantarte e ir a trabajar y agotarte otra vez? Es por el dinero, dinero que necesitas para pagar la comida, la luz, el agua, el gas, la hipoteca… Pero no sólo eso. Llegas a casa y tienes que seguir trabajando, limpiar, recoger, dejar la casa en condiciones para poder seguir viviendo en ella, hacer la comida/cena… Cuando puedes descansar te sientas frente a la tele. Anuncios que te acribillan, recordándote que eres un deshecho humano y que la única forma de arreglarlo es comprarlo y que nunca será suficiente. No sólo es la tele, es la sociedad entera. Escaparates, gente con bolsas por la calle, gente luciendo ropa nueva… Vivimos al servicio del inconformismo insaciable ¿Por qué no nos dejan descansar? ¿No podemos ser tal y como somos? Nos repiten una y otra vez que lo que hacemos es insuficiente. Que hay que hacer más y más… ¿Hasta dónde? ¿Más para qué? A quien tengo que saciar, ¿no es a mi?

22 de enero de 2011

I am the Warlus

warlus

Hoy es uno de esos días en los que me encantaría ver pequeños policías guapos sentados en hilera, esperar la furgoneta en un copo de maíz, ponerme moreno bajo la lluvia inglesa y ver sardinas de sémola trepando la Torre Eiffel. ¿Por qué? No sé, supongo que porque vosotros sois los hombres huevo, y yo soy la morsa!

La Morsa.

PS: GOOB GOOB G’JOOB!

16 de enero de 2011

Sueños II

barbas y alerg copiaLa placa que reza, en silencio, “10”, me hace detenerme. Estudio la puerta y dudo entonces sobre cómo debo actuar. ¿He de llamar a la puerta? ¿Qué he de decir? ¿Mi nombre, mis apellidos, mi condición, mi enfermedad? ¿Qué enfermedad? ¿Por qué me han mandado allí? ¿O por qué a la biblioteca? ¿Y por qué a mí? ¿A mí? ¿Por qué a mí y no a ti? ¿Por qué no abandonarlo todo y naufragar, naufragar y morir?

alergólogoAl final, doy un golpe suave, tímido, casi una caricia para la madera, cuerpo – o alma – de la centinela puerta. Sin embargo, pese a lo ligero del tacto, la puerta se abre y me veo obligado a dar un paso adelante, para encontrarme en una habitación enorme y con tantísimos objetos esparcidos que es difícil establecer sus límites: artilugios imposibles, delicados, frígidos, hieráticos. Una nariz puntiaguda me sonríe desde una mesa alta, tan alta que me siento encoger e incluso noto mis pies ridículamente pequeños dentro de mis zapatillas. “¡Bien! Te estaba esperando”. Me habla un hombre de apariencia curiosa: alargado, de pelo ensortijado en pequeños rizos negros, con ropa arrugada, mirada distraída y una nariz sonriente, casi con hoyuelos en su perfil y dientes en sus orificios. “Soy el alergólogo”, continúa. “Tu alergólogo”, matiza y la palabra se me antoja gangosa, me suena a gorgoteo, a gotera gutural de gruta gris. Asiento, sin saber qué responder, pues está mi mente perdida entre las ges y las erres. Se levanta y se acerca a mí y me parece absurdamente alto. Temo que se caiga cuando se inclina sobre mí y, con un de aquellos artilugios imposibles, me pellizca la nariz, me tira de las orejas, me masajea las sienes sin parar de sonreír desde esa nariz tan imposible como el objeto que tira de mi pelo. Lo miro extrañado cuando hace aparecer, como por arte de magia, un tubo alargado con un líquido viscoso en su interior. “Llévaselo, vamos”, me dice. Me quedo clavado en el suelo, sin saber qué hacer, pero él me apremia con un empujón de dedos largos. “Llévaselo y luego vuelves para abonarme el coste. Te haré un precio especial”, dice y me guiña un ojo lentamente: veo como su párpado se traga el brillo de su ojo y me parece una caricatura de un bufón solitario. Salgo del despacho, cuya puerta se cierra con un portazo detrás de mí. Vuelvo a estar desorientado.

Me decido a seguir caminando y desfilan ante mí los onces, doces, treces, catorces. En el quince el pasillo se desdobla y, al doblar la esquina, una mano surgida de la nada, agarra el tubo y me lo roba, así como roba también mi respiración. Al principio no puedo ver a nadie, pero oigo una voz que susurra “Ah, chico, te han vuelto a engañar. No has cambiado nada”. Es entonces cuando bajo la mirada para encontrarme con un señor regordete, con una poblada barba gris y unas gafas de pasta gris, que conjuntan con su trajebajito inmaculado. Me dirige una sonrisa de dientes de marfil y se sumerge en el estudio del líquido viscoso que el tubo contiene. De cuando en cuando murmura sílabas que no soy capaz de entender y niega con la cabeza. “Esto está mal, muy mal.”, sentencia. “Esto está fatal.”, reitera. Me taladra con sus pequeños ojos, botones grises en un ojal de pestañas, y me regala otra sonrisa, cómplice. “Pero no te preocupes”, dice, “Ten”. Me tiende una hoja: es un informe en el que se lee mi nombre y está escrito en letras mayúsculas y acaloradas “Diagnóstico correcto”. “Con esto bastará. Además, no tienes que pagarme nada. Devuélvele esto a aquel que te lo dio” y me da, con una mueca de asco, el tubo de líquido viscoso. Se lo agradezco, pero él descubre de pronto que tiene mucha prisa y se aleja, con un andar pesado y torpe, hacia las veintenas. Con muchas incógnitas en la cabeza, retrocedo hasta el despacho diez. Llamo a la puerta, pero esta vez no hay respuesta. Trato de abrirla, jugando con el manillar de plata. No ocurre nada. Frustrado, deshago mis pasos y decido seguir los del señor de barba gris en conjunto con el traje.

Atravieso las veintenas y bajo la placa del despacho 30, se abre un arco grande que da paso a una suerte de cafetería. Continúo mi camino, fingiendo decisión, y me asalta el olor a café. Me relajo al instante, pues la estancia es amplia, cálida, acogedora, casi hogareña con pequeños departamentos separados por unas finas paredes que parecían tambalearse sobre las vías de un imaginario tren. Avanzo, más tranquilo, observando brevemente a los que allí se encuentran: beben de copas cristalinas o de tazas gruesas; leen periódicos o novelas; sonríen o pierden la mirada. Busco yo a alguien conocido y, sino conocido, alguien remotamente familiar que me dé una pista sobre qué hacer a continuación.

Sperl (1)

Extasiado y mareado por los granos de café que parecen componer la atmósfera, decido al final preguntar por el alergólogo, aunque sin esperanza de encontrarlo ya. Me dirijo hacia un pequeño grupo y emito la pregunta, con voz suave y ocultando el tubo con el líquido viscoso. Un joven me traspasa con sus ojos claros y responde que sí que está aquí, que está “detrás de la señorita de los 60”. Asiento y me alejo de nuevo, tratando de entender ese jeroglífico, pero para mi asombro, reconozco casi sin percatarme y no muy lejos de allí, los ropajes de los 60 en una chica dulce y joven, que prepara una manzanilla sentada en el extremo de su sofá. Palpita mi corazón con fuerza, porque sé quiero saber como acaba esta pesadilla.

En efecto, el alergólogo está en el departamento de al lado, tan alargado como antes, tan burlona su nariz y desvaída su mirada. Algún artilugio imposible juega en la mesa, junto a una jarra sucia y una cantidad inimaginable de papeles cubre todo. La placa con el número 10 cuelga de una de las paredes. Lo interrogo con la mirada y él se encoge de hombros. “Instalo mi despacho aquí”, explica, “porque ya no tengo dinero para mantenerlo en otro lugar”. Doy signos de entenderlo, pero quiero acabar con esto cuando antes. Siento que se va a enojar conmigo si le tiendo el tubo y rechazo su trabajo, sin darle nada a cambio. Sin embargo, quiero matar ese constante agobio que escala por mi garganta. Se lo doy y le explico que ya me han diagnosticado y que no necesito de su trabajo. Él me mira durante unos instantes, luego su nariz sonríe y dice “no pasa nada”. Abandono el departamento y me asalta una sensación terrible: pese a que ya he terminado con esta extraña aventura, creo que se están empezando a reír de mí de nuevo – mandíbulas batientes, corbatas grandes, muecas, cráneos -. Todo este esfuerzo para volver al principio. De nuevo al principio. De nuevo a comenzar.
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Segunda parte de aquel extraño sueño. Sueño que sin razón estoy empeñado a encontrar significado. Y sueño que sin ayuda de Natalia no habría podido inmortalizar su esencia que pasaría a ser parte del olvido.

¿Qué os parece? ¿Qué pensáis que significa? ¡Encended vuestros semáforos!

Guille

Sueños I

Hiere el detenerse tan súbitamente. La multitud que me acompaña ha ocupado un lugar en un átomo de las alfombras cálidas en donde se hunden las huellas, pues somos tantos – tantas respiraciones, cordones, uñas, cabellos, poros, tanto dolor – que el espacio es insuficiente. Mis pies, autómatas, han seguido caminando en ese mar de crujidos, provocando que me golpee contra una de aquellas marionetas de hilos tirantes, cual navaja que agrieta el aire, lentamente, con un silbido punzante tarareado por su punta afilada. Ellos parecen no percibirlo, y continúan su conversación animada, agitada, pálpitos de un corazón metálico enjaulado en aquel vacío de barroquismo.

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La biblioteca me es desconocida, pero se me antoja, bañada por la luz triste de las lámparas de araña, una trampa mortal: su mecanismo se activa, pienso, al detenernos todos en nuestro correspondiente hilo de la alfombra; después se apagarán las luces y las paredes, con sus dentaduras de libros, páginas, tomos, lomos, esquinas, con sus sonrisas burlonas, nos devorarán, acercándose, nos devorarán y moriremos en el reflejo de luna de esa luz triste, que se prenderá de nuevo para contemplar la agonía de tantas respiraciones, cordones, uñas, cabellos, poros, la agonía de tanto dolor. Me creo ya sepultado en esa jaula, enterrado en esa cárcel y he de cerrar los ojos para teñirme de esa oscuridad clara que se esconde tras los párpados y que siempre ralentiza mis sentidos y me tiende algo de paz. Transcurren unos segundos, vibrantes en mi mente, y me decido a despertar la mirada de nuevo. Descubro así que, si bien las paredes no han iniciado una danza premeditada de destrucción, todos los que me acompañaban se han dividido, aun continuando esa charla viva, aguijón para mis oídos: algunos se han sentado en el suelo, otros se han hecho con la barricada de una mesa de patas curvas y reflejos marrones, otros continúan de pie, apoyados desafiantes contra alguna estantería de polvo, estantería de polvo y cenizas. Y también me descubro solo: yo no estoy en ninguna de esas barajas recién cortadas, con el corte amargo de una mano inexperta. Reacciono al instante, pues temo que la lámpara de cristal caiga sobre mi cabeza ahora que estoy abandonado en ese cebo gigante de letras, polvo y ceniza. Me acerco a los que yo creía mis amigos y me rechazan murmurando entre dientes una disculpa. Me agacho y me siento junto a unos desconocidos, que han cogido algunos ejemplares de de las estanterías. La negativa es instantánea, la veo en sus pupilas vacías. Me levanto, y me acerco a una mesa. Un no rotundo de nuevo. Intentando mantenerme solemne, en aquel laberinto de personas que me disparan miradas de desprecio, o de burla, o de superioridad, o de una mezcla de todo y de nada, trato de dirigirme a las escaleras que llevan al primer piso. No las encuentro, pues de repente me veo rodeado por un grupo de niños, a los que la ropa les queda ridículamente grande, con muecas de corbatas sudorosas de tinte negro. Todos a una, sin previo aviso, comienzan a batir sus mandíbulas en un son de carcajadas frías, metálicas, que muerden mis pulmones y me ahogan de nuevo. Les doy la espalda, pero mis oídos siguen bebiendo de esa risa estridente y creo morir una y otra vez. Trato de guiarme y me miro las palmas de mis manos, como si un mapa estuviera grabado en ellas. Me alejo, pero no puedo llegar a ningún sitio, porque no hay sitio alguno a donde llegar.

La lámpara de araña parpadea y veo próximo un huracán bailando hacia mí. Una chica, con un rictus repelente clavado en sus labios, se acerca a mí y me pregunta, despectivamente, que qué estoy haciendo. Balbuceo una respuesta y ella no me escucha “¿¡Qué!?”. Grito, furioso, a aquella que se había alzado secretaria de ese lento ajetreo, camuflado de normalidad. "Ven" dice, siempre fría. Se alza una carcajada, y los niños, de cabellos peinados hacia atrás, tejidos en sus cráneos de jóvenes adulos, dirigen ese abucheo general. La sigo sin saber tras la puerta de cristal que amortigua levemente esas punzantes pupilas. Allí todo es ajetreo, vuelan los papeles en la gran sala de la derecha, en esa suerte de recepción agradezco que al menos, y aunque con odio, alguien no me ignore. "Tienes que darle esto al médico, así lo arreglaremos" me espeta en un tono cansino y de desprecio. Me disculpo a medias y levanta la mirada. “¡Ve al médico!”, repite ella en el mismo tono duro, que golpea como un bate mis entrañas, “Al del despacho número 10”. Por fin tengo una dirección, un objetivo, aunque las constantes carcajadas a mi costa no me ayudan a templarme y me tropiezo varias veces, sin caer, siendo así más patética mi ya patética situación.

A-Corridor-At-FontainebleauCasi sin darme cuenta, me envuelve el silencio y me encuentro en un pasillo estrecho, vacío, sin crueles títeres, liberado de esa red de miradas espinosas en mi nuca. He llegado ahí sonámbulo y extraño la luz triste y los guiños de la lámpara, pues habían sido los únicos que no se habían burlado de mí. Está este pasillo iluminado de forma más basta y, por tanto, menos grotesca. Aun así, la elegancia se sigue cultivando en todos los detalles: en las perfectas medidas de las placas de madera que abrigan las paredes; en las puertas gruesas y altas; en los revestimientos de plata de los manillares; en los carteles dorados en los que se enredan números de trazas delicadas. Ellos me guían y casi me puedo dejar llevar por los elevados unos, los sobrios sietes o los sonrientes ochos, casi podría cerrar los ojos y seguir caminando hasta que alguien me susurrara “basta” y me encontrase frente al despacho que necesito visitar. Sin embargo, sigo despierto, pues quiero contemplar la tranquilidad de aquel pasillo, tan contrastada con mi agitación interior, cual barco que acaba de tomar mar y otro que no ha hecho sino naufragar, naufragar y morir.
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El que acostumbra a dormir sin sobresaltos, como yo, no suele recordar lo soñado, pero hay veces que te levantas con esas imágenes grabadas con el máximo detalle en la memora. Riéndose o quizás haciéndote reflexionar.

Os invito a navegar por mi subconsciente que aquí os dejo en dos partes, inmortalizadas por la mano de mi Escritora favorita, Natalia

9 de enero de 2011

Es como…

“Te miro ahora y te comparo con la chica con la que empecé a quedar y es como cuando tienes un libro entre tus manos que no has abierto todavía y vuelves a mirarlo cuando lo has leído, sólo que de este libro aun quedan muchas páginas”

PS: ¿Entonces puedo ser Paul?

6 de enero de 2011

¿No existen?

compras-venetoNiños nerviosos de la mano, mirando a todos lados en busca de colores gigantes, música y magia a caballo. No ven a esos adultos con bolsas enormes y cuadradas con embalajes de oro y ositos, ni esos tubos tan largos y finos de colores infinitos que llevan estresados otros. “Haciendo compras de última hora” se oye. Pero a ellos no les importa, están hartos de esperar algo que no van a ver. Saben que ese de ahí arriba no es Baltasar, ni tampoco el de la tele. El de verdad no se ve. Algunos temen por no poder dormir esa noche. “Si no duermes no vendrán”. En ningún momento sospechan que todo es una gran broma, una mentira para hacerles sentir felices un par de días más. ¿Cómo no se dan cuenta? Ni quieren, ni sospechan. “Los Reyes no existen”, les dicen cuando crecen. ¿A caso los has visto? Los regalos los compran tus padres. Al principio no quieren reconocerlo pero a toro pasado, todo se hace más fácil de ver. Nos pasó a todos y nos sigue pasando. Ya lo decía platón. La verdad duele al descubrirla y se añora vivir en la ignorancia. ¿Pero cómo sabes que conoces la verdad? ¿Hasta qué punto la conoces? ¿Cuántos reyes más hay que son mentira? Ni sospechas de ello. Pero seguramente cada día alguien pasa con un envoltorio entre sus manos para que el regalo te llegue mágicamente a ti. Igual vivimos engañados toda la vida. Puede, y seguramente, nos manipulan para que vivamos tranquilos en un mundo de conformismo. ¿Entre cuántos mitos vivimos? De verdad hay crisis. Hay gente, si se le puede llamar así, que no la sufre. En África nunca salieron de ninguna y mueren por ella. ¿Qué es la crisis y qué está en crisis? Debemos sospechar más. Nos lo dice Marx y nos lo dice Nietzsche, lo decía Orwell. No nos conformemos.