16 de enero de 2011

Sueños II

barbas y alerg copiaLa placa que reza, en silencio, “10”, me hace detenerme. Estudio la puerta y dudo entonces sobre cómo debo actuar. ¿He de llamar a la puerta? ¿Qué he de decir? ¿Mi nombre, mis apellidos, mi condición, mi enfermedad? ¿Qué enfermedad? ¿Por qué me han mandado allí? ¿O por qué a la biblioteca? ¿Y por qué a mí? ¿A mí? ¿Por qué a mí y no a ti? ¿Por qué no abandonarlo todo y naufragar, naufragar y morir?

alergólogoAl final, doy un golpe suave, tímido, casi una caricia para la madera, cuerpo – o alma – de la centinela puerta. Sin embargo, pese a lo ligero del tacto, la puerta se abre y me veo obligado a dar un paso adelante, para encontrarme en una habitación enorme y con tantísimos objetos esparcidos que es difícil establecer sus límites: artilugios imposibles, delicados, frígidos, hieráticos. Una nariz puntiaguda me sonríe desde una mesa alta, tan alta que me siento encoger e incluso noto mis pies ridículamente pequeños dentro de mis zapatillas. “¡Bien! Te estaba esperando”. Me habla un hombre de apariencia curiosa: alargado, de pelo ensortijado en pequeños rizos negros, con ropa arrugada, mirada distraída y una nariz sonriente, casi con hoyuelos en su perfil y dientes en sus orificios. “Soy el alergólogo”, continúa. “Tu alergólogo”, matiza y la palabra se me antoja gangosa, me suena a gorgoteo, a gotera gutural de gruta gris. Asiento, sin saber qué responder, pues está mi mente perdida entre las ges y las erres. Se levanta y se acerca a mí y me parece absurdamente alto. Temo que se caiga cuando se inclina sobre mí y, con un de aquellos artilugios imposibles, me pellizca la nariz, me tira de las orejas, me masajea las sienes sin parar de sonreír desde esa nariz tan imposible como el objeto que tira de mi pelo. Lo miro extrañado cuando hace aparecer, como por arte de magia, un tubo alargado con un líquido viscoso en su interior. “Llévaselo, vamos”, me dice. Me quedo clavado en el suelo, sin saber qué hacer, pero él me apremia con un empujón de dedos largos. “Llévaselo y luego vuelves para abonarme el coste. Te haré un precio especial”, dice y me guiña un ojo lentamente: veo como su párpado se traga el brillo de su ojo y me parece una caricatura de un bufón solitario. Salgo del despacho, cuya puerta se cierra con un portazo detrás de mí. Vuelvo a estar desorientado.

Me decido a seguir caminando y desfilan ante mí los onces, doces, treces, catorces. En el quince el pasillo se desdobla y, al doblar la esquina, una mano surgida de la nada, agarra el tubo y me lo roba, así como roba también mi respiración. Al principio no puedo ver a nadie, pero oigo una voz que susurra “Ah, chico, te han vuelto a engañar. No has cambiado nada”. Es entonces cuando bajo la mirada para encontrarme con un señor regordete, con una poblada barba gris y unas gafas de pasta gris, que conjuntan con su trajebajito inmaculado. Me dirige una sonrisa de dientes de marfil y se sumerge en el estudio del líquido viscoso que el tubo contiene. De cuando en cuando murmura sílabas que no soy capaz de entender y niega con la cabeza. “Esto está mal, muy mal.”, sentencia. “Esto está fatal.”, reitera. Me taladra con sus pequeños ojos, botones grises en un ojal de pestañas, y me regala otra sonrisa, cómplice. “Pero no te preocupes”, dice, “Ten”. Me tiende una hoja: es un informe en el que se lee mi nombre y está escrito en letras mayúsculas y acaloradas “Diagnóstico correcto”. “Con esto bastará. Además, no tienes que pagarme nada. Devuélvele esto a aquel que te lo dio” y me da, con una mueca de asco, el tubo de líquido viscoso. Se lo agradezco, pero él descubre de pronto que tiene mucha prisa y se aleja, con un andar pesado y torpe, hacia las veintenas. Con muchas incógnitas en la cabeza, retrocedo hasta el despacho diez. Llamo a la puerta, pero esta vez no hay respuesta. Trato de abrirla, jugando con el manillar de plata. No ocurre nada. Frustrado, deshago mis pasos y decido seguir los del señor de barba gris en conjunto con el traje.

Atravieso las veintenas y bajo la placa del despacho 30, se abre un arco grande que da paso a una suerte de cafetería. Continúo mi camino, fingiendo decisión, y me asalta el olor a café. Me relajo al instante, pues la estancia es amplia, cálida, acogedora, casi hogareña con pequeños departamentos separados por unas finas paredes que parecían tambalearse sobre las vías de un imaginario tren. Avanzo, más tranquilo, observando brevemente a los que allí se encuentran: beben de copas cristalinas o de tazas gruesas; leen periódicos o novelas; sonríen o pierden la mirada. Busco yo a alguien conocido y, sino conocido, alguien remotamente familiar que me dé una pista sobre qué hacer a continuación.

Sperl (1)

Extasiado y mareado por los granos de café que parecen componer la atmósfera, decido al final preguntar por el alergólogo, aunque sin esperanza de encontrarlo ya. Me dirijo hacia un pequeño grupo y emito la pregunta, con voz suave y ocultando el tubo con el líquido viscoso. Un joven me traspasa con sus ojos claros y responde que sí que está aquí, que está “detrás de la señorita de los 60”. Asiento y me alejo de nuevo, tratando de entender ese jeroglífico, pero para mi asombro, reconozco casi sin percatarme y no muy lejos de allí, los ropajes de los 60 en una chica dulce y joven, que prepara una manzanilla sentada en el extremo de su sofá. Palpita mi corazón con fuerza, porque sé quiero saber como acaba esta pesadilla.

En efecto, el alergólogo está en el departamento de al lado, tan alargado como antes, tan burlona su nariz y desvaída su mirada. Algún artilugio imposible juega en la mesa, junto a una jarra sucia y una cantidad inimaginable de papeles cubre todo. La placa con el número 10 cuelga de una de las paredes. Lo interrogo con la mirada y él se encoge de hombros. “Instalo mi despacho aquí”, explica, “porque ya no tengo dinero para mantenerlo en otro lugar”. Doy signos de entenderlo, pero quiero acabar con esto cuando antes. Siento que se va a enojar conmigo si le tiendo el tubo y rechazo su trabajo, sin darle nada a cambio. Sin embargo, quiero matar ese constante agobio que escala por mi garganta. Se lo doy y le explico que ya me han diagnosticado y que no necesito de su trabajo. Él me mira durante unos instantes, luego su nariz sonríe y dice “no pasa nada”. Abandono el departamento y me asalta una sensación terrible: pese a que ya he terminado con esta extraña aventura, creo que se están empezando a reír de mí de nuevo – mandíbulas batientes, corbatas grandes, muecas, cráneos -. Todo este esfuerzo para volver al principio. De nuevo al principio. De nuevo a comenzar.
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Segunda parte de aquel extraño sueño. Sueño que sin razón estoy empeñado a encontrar significado. Y sueño que sin ayuda de Natalia no habría podido inmortalizar su esencia que pasaría a ser parte del olvido.

¿Qué os parece? ¿Qué pensáis que significa? ¡Encended vuestros semáforos!

Guille

1 mentes se han parado:

Natalia dijo...

Los sueños son el boceto que descartas en la construcción de tu vida. O eso alguien me comentó hace un tiempo.